Lema y logo 2020
El logo y el lema que nos proponemos vivir el próximo año es luz y fuerza en nuestro proyecto de vida centrado en Cristo. Está inspirado en el pasaje del evangelio donde Juan y Andrés caminan detrás de Jesús: “Él se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué quieren?». Ellos le respondieron: «Maestro ¿dónde vives?». «Vengan y lo verán» les dijo. Fueron, vieron donde vivía” (Jn 1, 38-39).
El centro de nuestra espiritualidad es Cristo, simbolizado en el corazón. “En él quiso Dios que residiera toda la plenitud” (Col 1, 19) y por Él hemos sido llamados. En nuestro corazón hemos escuchado su voz y nuestra misión es ahora educar el corazón de los niños y jóvenes.
Desde la perspectiva de la psicología, la sociología o todo aquello que hace a la comunicación interpersonal, siempre hablamos del corazón. Se puede decir que es el centro “neurálgico” de la vida espiritual y lugar de comunión con los otros. El corazón es un don que hemos recibido y es una tarea formarlo y educarlo para que alcance su objeto propio: la caridad y el don sí mismo, el perdón y la acogida, el agradecimiento y la alegría.
Sólo tenemos un corazón, pero estamos llamados a estrechar lazos de encuentro con otros corazones. Vivir en amistad o fraternidad no es un apéndice o un añadido, es una necesidad vital para el crecimiento afectivo y la realización personal. La intensidad de los vínculos nos habla del nivel de felicidad alcanzado. En este sentido, precisamos elegir adecuadamente cómo y con quién nos encontramos. En nuestra vocación, el primer lugar lo ocupa Cristo y en Él elegimos, prioritariamente, a los hermanos de comunidad, a la familia de Dios y a aquellos que no nos pueden devolver nada (que es el criterio de certeza de que amamos de verdad).
Es tan importante la vida del corazón que Cristo ha querido tener uno para amarnos con un amor humano y divino a la vez. Él interactúa continuamente con el Padre y con nosotros, vive de Corazón a corazón, nos invita a responder continuamente. Por esto, en el lema aparecen dos palabras claves: “compromete” y “sígueme”. Jesús nos compromete y nos llama a seguirle.
1. La cruz: Es el símbolo del amor gratuito y total de Jesús por cada uno de nosotros: “Los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Al mirar la cruz sentimos que somos importantes para Dios. En su amor nos trasmite el aliento vital, nos mira, nos abraza y nos hace sentir que somos amados sin importar nuestros pecados. La cruz de Cristo es el cheque en blanco para que caminemos en libertad, pues “nos libra de todos los enemigos” (Lc 1, 71), nos perdona y nos da la gracia de perdonar, nos sana el corazón y nos enseña a sanar las heridas de los otros, nos hace libres y nos permite responder a su amor. Por la cruz, unida a su Corazón, nos llega la gracia de los sacramentos y nos llama a resucitar con Él. En la cruz vemos que el amor de Cristo, en comunión con el Padre y el Espíritu Santo, nos sostiene. La referencia a la cruz de Cristo es clave en nuestro proyecto de vida.
2. La luz: Por los destellos de luz que salen de su Corazón nos llegan la luz de la fe, la sabiduría para gustar las realidades espirituales y el anhelo de entregarnos sin límite. Por eso Jesús nos dice: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8, 12). El color amarillo nos indica el fuego que brota del amor de su Corazón, que nos abrasa y nos impulsa a ser luz y a encender otros corazones en el deseo de vivir la amistad con Jesús. La luz divina nos llega por su Palabra, “lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 118, 105); por la contemplación de la humanidad de Cristo, “su rostro resplandecía como el sol” (Mt 17, 2); por la belleza de la creación y por la candidez de los niños, “felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios” (Mt 5, 8).
3. “Compromete”: La luz y el amor de Cristo nos desbordan y experimentamos la necesidad de responder, de comprometernos: “el amor con amor se paga”. Algunas veces sentimos en nuestro interior la contradicción de no querer sentir tanto amor, pues nos damos cuenta de nuestra incapacidad para responder en la misma medida. Les pasa a muchos adolescentes, que rehúyen las muestras de cariño de sus padres por su imposibilidad de manifestarse del mismo modo. La mirada de Jesús compromete todo nuestro ser, nos transforma y nos prepara para estar con Él. No le importan nuestras limitaciones, pues “como somos hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama en nosotros: ¡Abba, Padre!” (Ga 4, 6). No deja lugar para las excusas, Cristo nos da un corazón nuevo semejante al suyo y nos compromete. El compromiso es la misión que tenemos en favor de los demás, es el llamado a servir a Dios en los otros.
4. “Sígueme”: La relación con Dios no queda sólo en el plano emocional y espiritual, sino que integra todas las dimensiones personales y hace que nos pongamos en marcha. Por esto nos dice “sígueme”. La respuesta adecuada al compromiso es seguir a Cristo; sólo así se ordenan a su fin la razón, la voluntad y la afectividad. Esto supone el ejercicio maduro de la libertad, la capacidad de responder con fidelidad. La falta de respuesta a la invitación nos habla de inmadurez y es el origen de la tristeza. Nos lo recuerda la escena del joven rico “Ven y sígueme. Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue apenado” (Mc 10, 21-22). Cristo nos llama a ser felices, a seguirlo viviendo la paradoja de la Cruz. Él hace que nos enamoremos, nos comprometamos y nos da la gracia para poder decir sí