La mirada de Jesús sobre nosotros
Al recibir la llamada del Señor hemos percibido su mirada cariñosa. Cristo se ha ilusionado con nuestra vida de hermanos pues nos quiere e imagina felices, aunque siempre espera la respuesta libre, para que lo elijamos en forma absoluta. “Vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: Sígueme. Él se levantó y lo siguió” (Mt 9, 9). Su mirada nos imprime el deseo y la voluntad de seguirlo, nos da la confianza de que contamos con su gracia para responder con generosidad.
Jesús necesita nuestros ojos para que estemos atentos a su rostro, a sus gestos, a sus pies que se acercan y a su Corazón que se inclina para abrazarnos. Su mirada requiere atención y humildad para poder acogerlo. Sólo Cristo nos mira con ternura infinita, la que imploramos con frecuencia para sabernos comprendidos y acompañados. Él nos abre los ojos para que lo veamos: “Los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron” (Lc 24, 31). Aunque parezca que vuelve a desaparecer, ya tenemos una experiencia fundante que nos ha abierto los ojos de la fe y nos ha encendido en el fuego de su amor.
Son muchos los que nos ven, pero es preciso distinguir la mirada de Jesús. En cada jornada nos vienen pensamientos e imágenes, pero hay algunos que son fruto de la mirada de Jesús (no todos se deben a nuestra capacidad intelectual o a los recuerdos). Él se nos manifiesta constantemente, aunque estemos rodeados de personas o muy ocupados en mil tareas. Cristo, desde el momento que nos ha elegido, busca estar a nuestro lado, caminar con nosotros.
La mirada de Jesús es personal: “Los que lo acompañaban quedaron sin palabra, porque oían la voz, pero no veían a nadie” (Hch 9, 7). Cuando no sabemos interpretar la mirada de Cristo la Luz nos ciega y nos inquieta. Sólo en la medida que estamos familiarizados con sus ojos, expresión de la bondad de su Corazón, su presencia nos alegra y nos dispone interiormente para acoger al Espíritu Santo que nos conduce. Por esto es preciso que, en medio de la infinidad de interacciones que vivimos con los demás, nunca perdamos la mirada de Jesús; que siempre nos situemos donde Cristo nos pueda ver. Aunque digamos “¿adónde escaparé de tu mirada? (Sal 138, 7), necesitamos ubicarnos en la tarea donde podamos acoger su aprobación y confirmar su presencia: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7). Necesitamos percibir la mirada de Jesús en nuestro caminar:
1. “Su padre lo vio y se conmovió profundamente” (Lc 15, 20)
Aunque nos sintamos lejos por la tibieza, la acedia y el pecado, es preciso renovar la certeza de la fe en que Cristo nos está esperando para abrazarnos, darnos todo lo que anhelamos y acogernos como hijos. Con frecuencia medimos a Dios con los parámetros personales, pero la misericordia divina hace lo ilógico, lo contradictorio, lo infinitamente grande y lo loco, para crearnos de nuevo y que seamos a su imagen y semejanza. Necesitamos educar la mirada para la contemplación del misterio, de aquello que nos sobrepasa, sólo así podremos entrar en el ámbito del amor sin límites, el que ansía nuestro corazón.
2.“A distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo” (Lc 18, 13)
El publicano tiene muy clara su indignidad, pero se sabe envuelto en la misericordia divina. Sale del templo confiado, con paz experimenta que Dios lo mira y lo ama… está abierto a su abrazo. Nosotros tratando de justificarnos, intentamos desviar la mirada de Jesús hacia otra parte (con cosas que no son importantes) y nos perdemos la oportunidad de ser nosotros mismos. Sólo Cristo nos ensalza y nos reanima, cuando ve que estamos sin posibilidades Él toma la iniciativa. “Al verlo, el Señor se conmovió… yo te lo ordeno, levántate” (Lc 7, 13-14). Es preciso dejar que Cristo pase a nuestro lado para que nos toque y nos sane. El tiempo que dedicamos a la oración es una exposición directa a su mirada para ser nosotros mismos.
3.“Jesús miró hacia arriba y le dijo: Zaqueo, baja pronto…” (Lc 19, 5)
Zaqueo lo busca por curiosidad, pero siente que Cristo lo mira con amistad pues quiere alojarse en su casa. La multitud pasa por el lugar, pero sólo Jesús mira a Zaqueo y a cada uno. Él penetra nuestro corazón y nos da la fe para que podamos corresponder. Con frecuencia estamos rodeados de muchos, pero nadie nos mira tal como somos ni percibe lo que nos pasa; nos sentimos extraños, sobreactuamos, aparentamos... La mirada de Jesús nos libera de la masificación y nos introduce en el ámbito de la intimidad, donde se forma la convicción de sabernos queridos y nos sana para siempre.
4.“Jesús seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido” (Mc 5, 32)
La mujer ya ha alcanzado su objetivo de quedar sana, pero Jesús quiere llegar más allá: desea que dé testimonio a los demás e impulse a la confianza. Nuestra mirada de fe no se acaba en nosotros, necesita prolongarse en la vida de los otros alentándolos a seguir a Jesús. Muchos apretujaban a Jesús, pero sólo esta mujer le toca con esperanza firme, sin importar los años que llevaba buscando. Son nuestros afectos, cargados de fe y confianza, los que hacen que Jesús busque nuestros ojos y nos libere del anonimato para que, de improviso, nos sintamos diferentes, capaces de adoración, de encuentro, de alegría y de vivir para los otros.
5.“Nuestros secretos están ante la luz de tu mirada” (Sal 89)
El examen del fin del día nos ayuda a encontrarnos con la mirada de Jesús, a contemplar su Corazón. Es un tiempo de gracia para sabernos comprendidos y amados. Supone constancia y humildad. Es un espacio de agradecimiento por su obra misericordiosa en nuestro corazón. En la medida que buscamos la transparencia interior para Cristo, alcanzamos la libertad.
Hno. Javier Lázarp