Si no perdonamos a los demás… (Para culminar el Jubileo de la Misericordia I)
El Hno. Gonzalo Carvajal nos aporta una muy interesante de textos sobre la Misericordia, recopilados y adaptados por él de diversos autores. Por su riqueza nos ha parecido conveniente publicarlos todos, a modo de aporte final a este Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que termina el próximo domingo 20 de noviembre de 2016, solemnidad de “Jesucristo, Rey del Universo” y finalización del año litúrgico. Esperamos que estos textos sean de su agrado.
SI NO PERDONAMOS A LOS DEMÁS…
La parábola así llamada del hijo pródigo se ha considerado siempre la mejor y más elocuente expresión de la misericordia divina.
Una misericordia ilimitada, inagotable, insondable. ¿Incondicional también? Es verdad que no depende ni del número ni de la gravedad de los pecados cometidos, ya que supera todos los pecados posibles e imaginables. Sin embargo, hay que reconocer que la misericordia de Dios no es incondicional: está sujeta a una condición.
Lo advirtió Jesús: «Si no perdonan a los demás, tampoco vuestro Padre los perdonará a ustedes» (Mt 6,15).
Este es su mandamiento: «Sean misericordiosos como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc. 6,36). Y el apóstol Santiago concluye: «Quien no sea misericordioso tendrá un juicio sin misericordia» (Sant 2,13).
En otras palabras, el perdón que recibimos de Dios está condicionado por el perdón que nosotros otorgamos.
Se trata de una condición tan rigurosa, tan indispensable, que el Maestro quiso que figurara expresamente en el texto mismo del padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12).
He aquí una cláusula que resulta literariamente inoportuna, que incluso viene a romper, como han señalado los exégetas, la unidad sintáctica de la plegaria. ¿Por qué quiso Jesús introducir esas palabras, por qué quiso que las repitiésemos cada vez que oramos? Para que nadie olvide algo tan fundamental, para que nadie se llame a engaño, para que nadie pueda alegar ignorancia.
Perdónanos como también nosotros perdonamos. Y después de dar el texto completo del padrenuestro, Jesús remachará todavía: Si perdonan, serán perdonados; si no perdonan, no serán perdonados (Mt 6,14s). Por lo visto, de las siete peticiones, era la única que necesitaba una mayor aclaración o una mayor insistencia.
Con esa insistencia, con ese énfasis que puso Jesús, choca extrañamente el silencio que han guardado al respecto nuestros catecismos tradicionales.
Para hacer una buena confesión, para poder recibir el perdón de Dios, establecían cinco condiciones. Era necesario hacer examen de conciencia, detallar todos los pecados ante el confesor, arrepentirse de ellos, formular un propósito de enmienda y cumplir la penitencia. Cinco condiciones, y faltaba la más importante de todas, precisamente la que fue impuesta por aquel que ha de concedernos o negarnos el perdón.
¿Cabría decir, en su descargo, que esa condición quedaba sobrentendida? Jesús no pensó así; al contrario, tuvo buen cuidado en recalcarla, insistiendo en ella una y otra vez. La verdad es que si no perdonamos, por muy minucioso que haya sido nuestro examen de conciencia, por muy detallada que sea la relación de nuestros pecados, por muy sincero que parezca nuestro arrepentimiento, si no perdonamos, tampoco seremos perdonados.
La misericordia de Dios es infinita. Perdona todos los pecados que podamos cometer o imaginar. ¿Todos? Todos, excepto uno.
Todos, excepto ese pecado que consiste en negarnos nosotros a perdonar, un pecado que de suyo podría considerarse mínimo en comparación con la suma de todos los demás, que Dios no tiene dificultad alguna en absolver.
Cien denarios en comparación con diez mil talentos, según estimó el mismo Jesús. (En lenguaje semítico, diez mil era la cifra simbólica más alta y el talento era la unidad monetaria más cotizada en Oriente próximo.) Diez mil talentos, una cantidad ingente, le había perdonado a aquel deudor moroso su señor; pero luego procedió contra él por algo que numéricamente supondría una cantidad irrisoria, cien denarios, que era lo que ese deudor se negaba a perdonar a un vecino suyo. Es decir, se lo perdonó todo menos su negativa a perdonar, y acabó siendo condenado, no por deudor insolvente, sino por acreedor implacable (Mt 18, 23-35).
La parábola del hijo pródigo narra una historia inacabada, una historia con final abierto. ¿Qué ocurrió después?, ¿acabó por fin el hijo mayor perdonando a su hermano? Las gestiones del padre ante él, sus ruegos y argumentaciones, no iban dirigidos simplemente a conseguir que entrara en casa, sino a obtener de él una respuesta generosa, una actitud de misericordia y perdón semejante a la suya propia.
No olvidemos que es al PADRE a quien debemos imitar, que es su ejemplo el que debemos seguir. Aunque reconozcamos que hemos cometido todos los pecados, tanto los que son propios del hijo pródigo como aquellos otros que distinguen al hijo mayor, aunque nos identifiquemos contritamente con los dos hermanos, todavía nos falta lo principal, ya que es el padre quien constituye nuestro ideal de vida, nuestro modelo de identificación. Tenemos que procurar una identificación con él cada vez mayor, progresiva, íntima. Pues nuestra vocación consiste en ser como el PADRE, asimilar su compasión y generosidad en nuestra relación con el prójimo, es decir, ser misericordiosos como él fue misericordioso.
«Si en el momento de llevar tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y vete primero a hacer las paces con tu hermano. Luego vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5,23s).
Para poder participar dignamente en el banquete, para poder sumarse a la fiesta que ha organizado el padre, el hijo mayor tendrá que reconciliarse antes con su hermano, tendrá que adoptar hacia él la misma actitud misericordiosa adoptada por su padre.