El árbol de nuestra vocación
Compartimos una reflexión del Hno. Javier Lázaro, superior provincial, en base a una reflexión realizada por todos los Hermanos sobre nuestra vocación religiosa y sobre la necesidad de seguir trabajando en la pastoral vocacional. Para ello se usó la imagen del árbol:
“Dios, que ha confiado a cada uno de nosotros el don particular de la vocación religiosa, nos invita a hacerlo fructificar durante toda la vida” (RdV 170)
El don de la vida consagrada tiene un dinamismo por la acción del Espíritu Santo y por la respuesta permanente que estamos llamados a dar. En el Evangelio se nos presenta la comparación entre nuestra vida con Cristo y la relación entre la vid y los sarmientos: “Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer” (Jn 15, 15).
En nuestra reflexión hemos tomado la analogía de nuestra vida con la del árbol, que refleja la realidad personal y comunitaria; esto nos permite vislumbrar hacia dónde necesitamos caminar. La figura del árbol, limitada en cuanto que es inmóvil, nos ayuda a descubrir las relaciones que existen entre las diferentes partes y el lugar donde está plantado[1].
Las raíces hacen referencia a lo esencial, a la parte donde obtenemos los nutrientes, a lo que no se ve pero sostiene el árbol entero. En la vida consagrada estas raíces pueden ser:
El alimento cotidiano de la Sagrada Escritura.
La revitalización del Carisma, como forma propia de vivir el Evangelio y llevarlo a los demás.
La renovación permanente del corazón, para escuchar la voz de Jesús.
El deseo y la tensión hacia la trascendencia, como forma de sostener el carácter profético y de reafirmar la entrega al Absoluto.
El sentido de pertenencia y adhesión a la Iglesia.
El crecer en la amistad personal con Cristo, poniendo en Él nuestra libertad y dejando que nos vaya conformando como quiera.
La participación en los sacramentos:
La vida consagrada, como vocación que nos lleva a entregarnos en totalidad y exclusividad a Cristo, es una profundización del Bautismo.
La Reconciliación, para celebrar en forma permanente la misericordia de Dios.
La Eucaristía, que nos une a Cristo en su oblación al Padre, nos permite unir nuestra ofrenda a la suya en forma diaria.
La oración constante, como manera de vivir la comunión con Cristo y sostener nuestro espíritu vigilante.
El sentido de gratuidad, por todo lo que Dios nos da. Esto ayuda a orientar todos los sentimientos hacia la alabanza y la alegría.
La fe viva, que nos abre a la esperanza y nos sostiene en el amor.
La celebración de la vida de familia, que profundiza la comunión con los hermanos y la comunidad educativa.
Pero también vemos que las raíces tienen que estar en el terreno adecuado, con humus, con la tierra fertilizada, de donde pueda absorber las sales necesarias: “Él es como un árbol, plantado al borde de las aguas, que produce fruto a su debido tiempo, y cuyas hojas nunca se marchitan: todo lo que haga le saldrá bien” (Sal 1, 5).
Con el tronco hacemos referencia a la vida comunitaria fraterna. En esta dimensión puntualizamos que necesitamos:
Elegir al hermano, descubrir en él a Cristo, aceptarnos tal como somos. Evitar los juicios condenatorios, que con frecuencia son reflejo de nuestra realidad personal.
Vivir la fraternidad que nos da identidad y, vivida en autenticidad, nos orienta a la misión con audacia.
Despertar la alegría del corazón, fruto de la amistad con Cristo y de sabernos hermanos. Esto se convierte en signo profético y ayuda a los jóvenes a encontrar el sentido de sus vidas.
Darnos los tiempos para vivir el sacramento de la fraternidad. Privilegiar los espacios comunitarios, hacernos partícipes y cercanos de la vida del prójimo.
Desplegar la riqueza de nuestra espiritualidad, que se expresa en las actitudes hacia los otros: ser misericordiosos, compasivos y dar la confianza que permita al otro crecer.
Creer, vivir y difundir el amor de Dios, hacia la comunidad educativa y el entorno.
Formarnos, educar el corazón para poder expresar lo que sentimos, compartir con el hermano en profundidad y libertad la vida espiritual.
Manifestar y celebrar la vida comunitaria, mostrar a las personas que nos rodean que tenemos una riqueza que estamos llamados a cuidar en consideración a nuestros hermanos.
Sentir la comunidad como el hábitat natural donde desarrollamos nuestra vocación. A su vez la comunidad es la que nos envía a la misión, y es a la comunidad donde traemos sus necesidades. Siempre vamos en nombre de la comunidad y la comunidad sostiene el apostolado que realizamos.
Abrir la comunidad para acoger a quienes quieren conocernos y poder discernir la llamada de Dios.
El tronco del árbol une las raíces y las ramas. Nosotros lo hemos identificado con lo referente a la fraternidad o vida comunitaria. Necesitamos cuidarlo, cualquier corte con una mínima profundidad, en todo su perímetro, puede interrumpir el paso de la savia y hacer que se seque. Hay formas de actuar que a las que nos habituamos que dificultan el paso de la gracia.
Con respecto a las ramas, que están referidas a las acciones de nuestra misión “hacia afuera”, el Espíritu nos impulsa a:
Ayudar a los otros por medio de la escucha, con el acompañamiento humano y espiritual.
Realizar una pastoral vocacional inserta en la pastoral general, que lleve al encuentro personal con Cristo. Por medio de jornadas de pastoral concretas.
Hacer una propuesta concreta, invitando a algunos jóvenes que puedan tener ciertos indicios de vocación, a plantearse la posibilidad de vivir nuestro estilo de vida.
Formar a los colaboradores laicos y a los líderes de grupos juveniles. Profundizar la riqueza que ya se vive en los colegios a nivel sacramental y litúrgico.
Dar a conocer nuestro estilo de vida por todos los medios a nuestro alcance: publicaciones, páginas web, invitar a algunos a compartir nuestra vida, etc.
Rezar junto con los jóvenes, las familias y movimientos.
Dar testimonio a nivel personal y comunitario.
Comprometernos en la acción directa de los jóvenes y niños.
Vivir acciones solidarias hacia los más necesitados u organizar misiones en lugares puntuales.
Invitar a retiros, jornadas, convivencias, etc. Dar a los jóvenes la oportunidad de tener tiempos de reflexión, de encuentro consigo mismos y con Dios.
Las ramas también necesitan el clima adecuado, la humedad necesaria. El Espíritu es quien actúa principalmente, nosotros colaboramos para que la semilla, que encuentra terreno bien preparado, dé fruto. Las ramas también necesitan cierta flexibilidad para que no se quiebren en las tormentas. El diálogo entre unos y otros hará que todos podamos dar a estas ramas una forma armónica, que le permita recibir el aire y la luz solar necesaria.
En cuanto a los frutos, siempre son del Espíritu y van más allá de lo que nosotros podemos calcular o intuir. Por tanto, siempre necesitamos estar abiertos a los dones que provienen de Dios, pero ya podemos percibir:
La alegría, que se genera a nivel personal y en el ámbito grupal-institucional. Hace que todo se facilite y requiera menos esfuerzo, pues todo se ordena hacia el mismo fin.
Un reconocimiento social y promoción humana, necesarios para el crecimiento personal.
El sentido de pertenencia a la institución, que genera un espíritu de familia.
El compromiso de los laicos, permitiendo que unos motiven a los otros y encuentren las razones transcendentes de su vocación.
La unidad de la comunidad que se hace fuerte frente a las dificultades y las tareas cotidianas.
La fraternidad en las comunidades educativas, donde se vive la vocación de hermano que todos tenemos por el bautismo y que nos conduce a la ayuda mutua.
El misterio de Dios: Vendrán los frutos que sólo Dios sabe y que superan lo que podemos imaginar.
La renovación a nivel profesional y la formación que hace que unos se sientan impulsados por el testimonio de otros.
Extendemos el carisma corazonista por la experiencia que cada uno tiene en la vivencia de amistad con Cristo y con los otros.
Las vocaciones para la vida consagrada en fraternidad, para nuestro Instituto y la Iglesia.
Los frutos también necesitan ciertos cuidados. Tienen distintos tiempos de maduración. En un primer momento, si nos apresuramos, son ácidos y desagradables. Sólo cuando están en su punto les sacamos el gusto dulce y el aroma propio. La madurez, aunque parece una etapa final, es el tiempo de la plenitud y de recomenzar un nuevo ciclo, pues dentro de cada fruto hay semillas nuevas.