El Padre Andrés Coindre nos habla del Jubileo
En 1825 se celebró en la Iglesia un gran Jubileo. Conservamos un sermón del Padre Andrés Coindre para aquella ocasión, del cual presentamos algunas notas. Veremos que incluso después de 190 años, siguen teniendo validez para nosotros en este Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Ojalá nos puedan ayudar un poquito a vivir este año jubilar.
Hay tiempos de gracia y de indulgencia particular para los pecadores que se arrepienten sinceramente, la Iglesia tiene poder de dispensar estas gracias. Aquél que decía “si no hacéis penitencia, todos pereceréis”, tiene en cuenta las disposiciones de los que se presentan y en un instante nos concede gratuitamente la remisión de nuestros pecados.
Mirad a Magdalena a sus pies. En cuanto los toca, los riega con sus lágrimas, llora sobre ellos, los unge con perfume y Él la deja hacer a su antojo. Ella posa sus labios con ternura sobre ellos y Él no se retira. Entonces las bondades le traspasan el corazón; prorrumpe en sollozos.
Mirad esa mujer rodeada de una multitud dispuesta a lapidarla. Ella permanece sola con Jesús. ¡Qué revolución se produce en ese momento en su alma! Pasa del espanto de ser lapidada a una paz tan grande, a un agradecimiento a Jesucristo, que todo cambia en ella.
Ahora es un paralítico, cuya fe es extremadamente viva. Tiene en cuenta la diligencia y la viva confianza con la que se había hecho transportar ante Él. Al ver su fe, le dice: «¡Ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados!» Esa fue toda su penitencia.
¡Qué indulgencia, qué bondad en nuestro dulce Salvador la que tuvo con el ladrón arrepentido! Su pecado quedó perdonado. Su resignación, el sacrificio voluntario de sus males –aunque forzados– y su confianza en Jesucristo, le abrieron para siempre las puertas y delicias del paraíso.
Por eso, temperando la severidad de su disciplina con la dulzura de sus indulgencias, proclama por un lado la necesidad indispensable de la penitencia y por otro la eficacia de sus favores para aquellos que estuviesen bien dispuestos a recibirlos.
¡También cada uno de ustedes podría contarme los prodigios de misericordia personales que han recibido, la inagotable ternura del Dios de amor que ha salido a su encuentro y les ha llevado en sus brazos! Ciertamente, Él ha sido semejante al padre y la madre, que no se enfada ante los gritos de sus hijos pequeños, sino que los acaricia, los abraza, carga siempre con ellos sin cansarse a pesar de su peso cada día más molesto debido al fardo de sus ingratitudes.